viernes, 30 de septiembre de 2011

Compañeros de viaje

Hace semanas que tomo el metro a la misma hora, en la misma estación, cada día. Cada día coincido con las mismas personas y el tedio del trayecto, unido al cansancio que se apodera de mí en ese momento en que sólo quiero llegar a casa y tirarme en el sofá después de un largo día, me impiden hacer algo productivo que no sea observar pasivamente a los viajeros. Me he dado cuenta de que hay una mujer que me acompaña todo el trayecto, incluído el transbordo, y hasta se baja en mi parada. Me llama la atención porque tiene el pelo de color naranja y, ni su pelo, ni su ropa, concuerdan demasiado con las arrugas de su rostro. Diríase que tiene casi 60 años, aunque puede ser una mujer de 50 con la piel trabajada. Sin embargo, viste muy juvenil, con faldas hippies y chanclas de colores. Siempre me pregunto dónde trabajará para volver a esas horas y tener ese aspecto informal de edad indefinida.
Desde mi posición de voayer, un día observé que una señora mayor, de unos setenta y pico años, se sentaba junto a la mujer del pelo naranja y le decía, con un fuerte acento ruso, que le recordaba a su hermana, precisamente por el color del cabello. Entablaron conversación y desde entonces, la señora rusa se sienta siempre a su lado y charla con ella, medio en español, medio en ruso, medio en lenguaje de signos. Sonríe todo el tiempo, la señora rusa, e incluso a veces, le toma la mano cariñosamente como si la conociera de toda la vida. La mujer del pelo naranja se deja hacer. Es enfermera de un hospital público -de esto me he enterado escuchándolas hace poco- y gracias a la magia del metro, se ha convertido en su hermana adoptada durante unos minutos al día. Esta semana tenía turno de noche -le dijo a la mujer mayor- así que no la vería hasta la próxima. No tengo muy claro si la rusa entendió lo que le decía, pero esta semana viajaba sola, en silencio, esperando que volviese esa chica que le recuerda a su hermana, que estará tan lejos, por el color del cabello.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Abuelas que reciclan

Mi infinito amor por los abuelos se refuerza día a día. Ayer conocí a una abuela recicladora junto al contenedor del vidrio. Rondaba los 80 años, toda arrugadita ella y encogida, flaquita como una niña de postguerra, portaba una bolsa de plástico que contenía, mezclados, todos los desechos que se disponía a reciclar. Meticulosamente, uno a uno, iba sacando de la bolsa objetos que depositaba en el contendor correspondiente. Yo, mucho más práctica, traía mi basura separada en bolsas, que rápidamente tiré cada una donde tocaba, no sin entretenerme un poco en el vidrio. Y fue en ese momento cuando la vi tirar al contenedor del papel una bandeja de plástico de esas de la carne y, mientras me decidía a decirle que se estaba equivocando de contenedor, ella me miró y metió la mano para sacar la bandeja equivocada. Entonces le dije: "ese va al amarillo" y me contestó "sí, sí, ya me he dado cuenta yo sola, fíjate que lo estaba tirando y he escuchado el ruido del vidrio caer en el contenedor y entonces ve ha venido el flash y me he dicho, esto no va aquí". Entablamos una agradable conversación en la que la abuelita recicladora me contó que le reciclaba la basura a su hija cuando venía a visitarla. Que a ella le parecía muy bien y que, "fíjate que vergüenza", tenía 6 hijos y ninguno reciclaba. Añadiendo que los españoles somos unos guarros y que debería cundir el ejemplo. Maravillada, me quedé. Y es que es de admirar que una persona que en su juventud habrá vivido en una sociedad tan diferente a la nuestra, se haya adaptado a los tiempos de forma tan voluntariosa. Debería cundir el ejemplo, sí señor, sobre todo después de conocer el estudio de la OCU que demuestra que los electrodomésticos que llevamos a puntos limpios no siempre se gestionan como debería ser. En mi opinión, una vergüenza. Y, a partir de ahora, también una falta de respeto a las abuelas recicladoras.

viernes, 9 de septiembre de 2011

De libretas viajeras y otros enigmas

"(...) con sus tapas duras, sus líneas cuadriculadas y sus pliegos de resistente papel cosido a mano donde no se corría la tinta (...) sobrio, sin pretensiones, funcional (...) me gustaba el detalle de que estuviera encuadernado en tela y también me complacía el formato: veintitrés centímetros y medio por dieciocho y medio (...) Al tener aquel cuaderno en las manos por primera vez, sentí algo parecido a un placer físico, una súbita, incomprensible sensación de bienestar." Paul Auster, La Noche del Oráculo

Magia es la única palabra que se me ocurre para definir la historia que os voy a contar. Hace dos días recibí en casa un paquete envuelto con mucho mimo, acompañado de una tarjetita a nombre de Madame Blanche que decía: "Gostariamos de lhe oferecer um livro azul. Muito obrigado pela sua atenção e amabilidade", firmado "Palácio de Papel". Al abrir el precioso regalo, descubrí que no eran sino dos cuadernos azules portugueses. Uno tamaño A5 y otro pequeño, para el bolso. Presa del asombro y la emoción, los toqué con delicadeza, los abrí, comprobé el diferente tacto del papel y observé las pequeñas imperfecciones propias de una obra artesanal- como las manchas de tinta azul en los lomos o el cosido irregular de las páginas- y metí la nariz para aspirar un olor totalmente desconocido para mí, que no se parecía al olor de ningún otro cuaderno. Efectivamente, eran cuadernos azules y venían de la papelería de Luis Bordalo en Lisboa.
La explicación a este misterio me vino en forma de carta de una lectora de este blog. Era ella quien se había puesto en contacto con la tienda que vende los cuadernos en la capital portuguesa y me los había hecho llegar mediante un rocambolesco periplo de la mensajería hispano-lusa. Sin embargo, el cuaderno pequeño era un regalo personal del señor Bordalo, que me gustaría agradecer desde estas líneas. Pocas veces algo tan banal como una libreta me ha conmovido tanto. La magia de Internet y de este mundo interconectado nunca dejarán de sorprenderme.
Ahora sólo me queda comprobar si, como dice Auster en La Noche del Oráculo, no se corre la tinta en su papel.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Las mieles de la clandestinidad

Dolores Ibárruri (Pasionaria)


Guerrilleros de la UNE en Bosost (1944)

A veces me pregunto en qué época de la Historia me hubiera gustado vivir. Una respuesta fácil sería el Nueva York de los años 50, a ser posible embutida en un vestido rojo estrechísimo por debajo de la rodilla, en una oficina de Madison Avenue y con Don Draper de jefe. Sin embargo, si rasco un poco, descubriré que debajo de la frivolidad de mi pasión por la moda de los 50, lo que en realidad me hubiese gustado ser es una comunista clandestina en los años cuarenta. O mejor aún: la amante comunista de un comunista clandestino de los años cuarenta.

La culpa la tiene Almudena Grandes, la única escritora capaz de fusionar en una novela cuatro de mis obsesiones: la guerra civil, los maquis,el amor y el sexo. Si alguien me dice que voy a leer un libro escrito tan a mi medida, no me lo creo. Porque Inés y la Alegría, la primera entrega de esa saga faraónica que su autora se ha empeñado en llamar "Episodios de una guerra interminable" por su inspiración en los Episodios Nacionales de Galdós, cuenta una historia de amor y revolución de las que atrapan y estremecen como sólo la Grandes las sabe contar. Y es que, como repite su protagonista a lo largo de toda la novela: "no hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni sobre todo, tan buena". Con esta frase resume todo lo que su historia alcanza a transmitir en el lector. El romanticismo de la lucha antifranquista, la militancia en el PC en el exilio, la vida de unos personajes que son de ficción, pero podrían ser reales y que, más allá de ser comunistas, son personas normales con sus mujeres, sus maridos, sus trabajos, sus hijos y una única idea: derrocar a Franco y volver a España. No lo consiguieron, no, y mientras lo intentaban, muchos se jugaron la vida y la libertad y las perdieron. A veces una, a veces la otra, o las dos a la vez.

Almudena vuelve con acierto sobre un episodio que hasta hoy era desconocido para mí y mucha otra gente, la invasión del Valle de Arán en 1944 por parte del ejército de la Unión Nacional Española, formado por comunistas españoles exiliados en Francia. 4.000 entraron por los Pirineos y fueron tomando diversos pueblos de este valle inaccesible y duro, pillando por sorpresa al régimen que, al tardar en reaccionar, les permitió vivir durante apenas una semana la ilusión de que podían llegar a Madrid. Lo que ocurrió en realidad es que el pueblo les recibió con hostilidad y miedo, por no decir terror; la cúpula del PC dirigido por Dolores Ibárruri no les apoyó y mucho menos los aliados, que bastante tenían con la recta final de la II Guerra Mundial. Solos, desamparados y en una ratonera, los que quedaban de aquellos 4.000 que entraron, emprendieron el viaje de vuelta a Francia para nunca más intentar nada parecido.

Inés y la Alegría puede tener varias cosas reprochables, como cualquier libro, pero las suple con unos personajes muy bien construidos, entrañables, de esos que da pena abandonar cuando se pasa la última página. Además, cuenta con un interesante epílogo en el que la autora explica de forma pormenorizada todos los porqués, aportando la bibliografía utilizada para documentarse- libros como Hasta su total aniquilación, de Fernando Martínez de Baños, o la autobiografía de la hermana del dictador, Pilar Franco- y abriendo la puerta a que el lector continúe la investigación por su cuenta. Se le va la mano con el romanticismo revolucionario, es cierto, y también con las opiniones gratuitas (o no tan gratuitas, que para eso es su novela); pero a cambio ofrece un fresco de lo que fue el Partido Comunista desde los años 40 hasta los 70, con nombres, cargos, fechas... Todo un tratado sobre la historia del PC que, al menos a mí, no me ha dejado indiferente. Y volviendo a la trama de ficción, a lo intrascendente que trasciende la Historia con mayúsculas, os dejo con esta descripción:

"(...) el capitán olía a madera y a tabaco, a clavo y a jabón, por debajo, algo dulce y ácido, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, por encima, algo que picaba en la nariz como una nube de pimienta recién molida." ¿Es o no es para derretirse?