sábado, 10 de diciembre de 2011

Realidades en retroflexión se jubila

Literal y figuradamente. Realidades en retroflexión se jubila. Hace un año y medio que comenzó esta aventura en la que traté de describir todo aquello que me llamaba la atención en la banalidad del día a día. Pequeñas historias que al escribirlas se vuelven inmortales, se transmiten de boca en boca y no se pierden. Fue un experimento del que me llevo esos inolvidables momentos que sólo puede proporcionar el maravilloso contacto vía Internet con personas desconocidas dispuestas a compartir experiencias, opiniones y vivencias. Mi andadura en este blog ha llegado a su destino, que no era otro que encontrar mi sitio en el vasto mundo de las bitácoras. Tras este tiempo, ya sé sobre lo que quiero escribir, y es un tema que ha ido poco a poco asomándose a mis posts hasta convertirse en una obsesión: los abuelos. Os invito a visitar el apacible retiro de Realidades, un espacio dedicado a contar historias de abuelos, los grandes olvidados de la sociedad occidental. Abuelos normales, de la calle, que encierran tras su mirada vidriosa una sabiduría inabarcable. Porque cuando tomo el autobús, espero a que me atienda el médico o salgo a tirar la basura, siempre me encuentro con abuelos fascinantes y eso es lo que quiero contar. Bienvenidos a El abuelo de Miguelito.

lunes, 31 de octubre de 2011

Novios plantados por el destino



En el mundo del cine norteamericano existe una raza especial de personajes que no puede faltar en toda comedia romántica que se precie. Son los novios abandonados en el altar, sacrificados en beneficio de la historia de amor con mayúsculas. Hombres y mujeres que aman al o a la protagonista, pero ven truncado su idilio porque el o la protagonista tienen a alguien a quien querer más y mejor. Son el eterno segundo plato de quienes nadie se acuerda cuando acaba la película. Desgraciadamente, hace unos días vi The Adjustment Bureau (en España: Destino Oculto), de un tal George Nolfi que se quedó a gusto pero de verdad. Si a alguien le va el sado-maso y la quiere ver, que deje de leer porque la voy a destripar: resulta que Matt Damon es un político de éxito a punto de ganar las elecciones para ser senador de no sé dónde (de esos que luego acaban de presidentes), y conoce a una misteriosa chica en un inverosímil encuentro fortuito en el lavabo de caballeros. Tras otro encuentro casual, el tío decide que es la mujer de su vida, peeeeero... hay unos tipos que vienen a ser los ángeles que rigen nuestros destinos a las órdenes de un tal Chairman, o sea Dios, para entendernos, y que no pueden dejar que Matt Damon acabe con la chica porque sería el fin de las carreras profesionales de ambos (¿¿¿???) En definitiva: un truño como una catedral, con un asqueroso tufillo a moral judeocristiana, aderezado con esa competitividad y ansia de triunfo que tanto caracteriza a la sociedad estadounidense. Un film simplón cuyo guión podría haberlo escrito un chaval de 14 años. ¿Y por qué cuento todo esto? pues porque al final, la chica, que está a punto de casarse con un muchacho estupendo, le deja plantado en el altar, con cara de bobo, por Matt Damon.

Y esto no es todo. Ayer vi The Hangover II (Resacón en Las Vegas II), secuela de una película de la que me declaro fan absoluta y cuya segunda parte no me decepcionó; sin embargo, hacia el minuto 90... el imprescindible discursito del prota al papá de la chica que va a ser su suegro, los amigos mirándole embelesados... momento tierno donde los haya, el suegro que acepta al yerno y todos felices. ¿Por qué? ¿Por qué aunque la película sea un desfase absoluto, llena de las barbaridades más variopintas, al final tienen que joderlo todo con una escena pastelera? Hollywood... esa fábrica de sueños... esa factoría de clichés... y para cliché cinematográfico, uno en el que quizás nunca hayáis reparado: los tíos duros que se alejan de una explosión sin mirar atrás, que retrata a la perfección The Lonely Island, de Andy Samberg, en este vídeo. no tiene desperdicio.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Compañeros de viaje

Hace semanas que tomo el metro a la misma hora, en la misma estación, cada día. Cada día coincido con las mismas personas y el tedio del trayecto, unido al cansancio que se apodera de mí en ese momento en que sólo quiero llegar a casa y tirarme en el sofá después de un largo día, me impiden hacer algo productivo que no sea observar pasivamente a los viajeros. Me he dado cuenta de que hay una mujer que me acompaña todo el trayecto, incluído el transbordo, y hasta se baja en mi parada. Me llama la atención porque tiene el pelo de color naranja y, ni su pelo, ni su ropa, concuerdan demasiado con las arrugas de su rostro. Diríase que tiene casi 60 años, aunque puede ser una mujer de 50 con la piel trabajada. Sin embargo, viste muy juvenil, con faldas hippies y chanclas de colores. Siempre me pregunto dónde trabajará para volver a esas horas y tener ese aspecto informal de edad indefinida.
Desde mi posición de voayer, un día observé que una señora mayor, de unos setenta y pico años, se sentaba junto a la mujer del pelo naranja y le decía, con un fuerte acento ruso, que le recordaba a su hermana, precisamente por el color del cabello. Entablaron conversación y desde entonces, la señora rusa se sienta siempre a su lado y charla con ella, medio en español, medio en ruso, medio en lenguaje de signos. Sonríe todo el tiempo, la señora rusa, e incluso a veces, le toma la mano cariñosamente como si la conociera de toda la vida. La mujer del pelo naranja se deja hacer. Es enfermera de un hospital público -de esto me he enterado escuchándolas hace poco- y gracias a la magia del metro, se ha convertido en su hermana adoptada durante unos minutos al día. Esta semana tenía turno de noche -le dijo a la mujer mayor- así que no la vería hasta la próxima. No tengo muy claro si la rusa entendió lo que le decía, pero esta semana viajaba sola, en silencio, esperando que volviese esa chica que le recuerda a su hermana, que estará tan lejos, por el color del cabello.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Abuelas que reciclan

Mi infinito amor por los abuelos se refuerza día a día. Ayer conocí a una abuela recicladora junto al contenedor del vidrio. Rondaba los 80 años, toda arrugadita ella y encogida, flaquita como una niña de postguerra, portaba una bolsa de plástico que contenía, mezclados, todos los desechos que se disponía a reciclar. Meticulosamente, uno a uno, iba sacando de la bolsa objetos que depositaba en el contendor correspondiente. Yo, mucho más práctica, traía mi basura separada en bolsas, que rápidamente tiré cada una donde tocaba, no sin entretenerme un poco en el vidrio. Y fue en ese momento cuando la vi tirar al contenedor del papel una bandeja de plástico de esas de la carne y, mientras me decidía a decirle que se estaba equivocando de contenedor, ella me miró y metió la mano para sacar la bandeja equivocada. Entonces le dije: "ese va al amarillo" y me contestó "sí, sí, ya me he dado cuenta yo sola, fíjate que lo estaba tirando y he escuchado el ruido del vidrio caer en el contenedor y entonces ve ha venido el flash y me he dicho, esto no va aquí". Entablamos una agradable conversación en la que la abuelita recicladora me contó que le reciclaba la basura a su hija cuando venía a visitarla. Que a ella le parecía muy bien y que, "fíjate que vergüenza", tenía 6 hijos y ninguno reciclaba. Añadiendo que los españoles somos unos guarros y que debería cundir el ejemplo. Maravillada, me quedé. Y es que es de admirar que una persona que en su juventud habrá vivido en una sociedad tan diferente a la nuestra, se haya adaptado a los tiempos de forma tan voluntariosa. Debería cundir el ejemplo, sí señor, sobre todo después de conocer el estudio de la OCU que demuestra que los electrodomésticos que llevamos a puntos limpios no siempre se gestionan como debería ser. En mi opinión, una vergüenza. Y, a partir de ahora, también una falta de respeto a las abuelas recicladoras.

viernes, 9 de septiembre de 2011

De libretas viajeras y otros enigmas

"(...) con sus tapas duras, sus líneas cuadriculadas y sus pliegos de resistente papel cosido a mano donde no se corría la tinta (...) sobrio, sin pretensiones, funcional (...) me gustaba el detalle de que estuviera encuadernado en tela y también me complacía el formato: veintitrés centímetros y medio por dieciocho y medio (...) Al tener aquel cuaderno en las manos por primera vez, sentí algo parecido a un placer físico, una súbita, incomprensible sensación de bienestar." Paul Auster, La Noche del Oráculo

Magia es la única palabra que se me ocurre para definir la historia que os voy a contar. Hace dos días recibí en casa un paquete envuelto con mucho mimo, acompañado de una tarjetita a nombre de Madame Blanche que decía: "Gostariamos de lhe oferecer um livro azul. Muito obrigado pela sua atenção e amabilidade", firmado "Palácio de Papel". Al abrir el precioso regalo, descubrí que no eran sino dos cuadernos azules portugueses. Uno tamaño A5 y otro pequeño, para el bolso. Presa del asombro y la emoción, los toqué con delicadeza, los abrí, comprobé el diferente tacto del papel y observé las pequeñas imperfecciones propias de una obra artesanal- como las manchas de tinta azul en los lomos o el cosido irregular de las páginas- y metí la nariz para aspirar un olor totalmente desconocido para mí, que no se parecía al olor de ningún otro cuaderno. Efectivamente, eran cuadernos azules y venían de la papelería de Luis Bordalo en Lisboa.
La explicación a este misterio me vino en forma de carta de una lectora de este blog. Era ella quien se había puesto en contacto con la tienda que vende los cuadernos en la capital portuguesa y me los había hecho llegar mediante un rocambolesco periplo de la mensajería hispano-lusa. Sin embargo, el cuaderno pequeño era un regalo personal del señor Bordalo, que me gustaría agradecer desde estas líneas. Pocas veces algo tan banal como una libreta me ha conmovido tanto. La magia de Internet y de este mundo interconectado nunca dejarán de sorprenderme.
Ahora sólo me queda comprobar si, como dice Auster en La Noche del Oráculo, no se corre la tinta en su papel.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Las mieles de la clandestinidad

Dolores Ibárruri (Pasionaria)


Guerrilleros de la UNE en Bosost (1944)

A veces me pregunto en qué época de la Historia me hubiera gustado vivir. Una respuesta fácil sería el Nueva York de los años 50, a ser posible embutida en un vestido rojo estrechísimo por debajo de la rodilla, en una oficina de Madison Avenue y con Don Draper de jefe. Sin embargo, si rasco un poco, descubriré que debajo de la frivolidad de mi pasión por la moda de los 50, lo que en realidad me hubiese gustado ser es una comunista clandestina en los años cuarenta. O mejor aún: la amante comunista de un comunista clandestino de los años cuarenta.

La culpa la tiene Almudena Grandes, la única escritora capaz de fusionar en una novela cuatro de mis obsesiones: la guerra civil, los maquis,el amor y el sexo. Si alguien me dice que voy a leer un libro escrito tan a mi medida, no me lo creo. Porque Inés y la Alegría, la primera entrega de esa saga faraónica que su autora se ha empeñado en llamar "Episodios de una guerra interminable" por su inspiración en los Episodios Nacionales de Galdós, cuenta una historia de amor y revolución de las que atrapan y estremecen como sólo la Grandes las sabe contar. Y es que, como repite su protagonista a lo largo de toda la novela: "no hay vida como la clandestinidad, ni tan mala, ni sobre todo, tan buena". Con esta frase resume todo lo que su historia alcanza a transmitir en el lector. El romanticismo de la lucha antifranquista, la militancia en el PC en el exilio, la vida de unos personajes que son de ficción, pero podrían ser reales y que, más allá de ser comunistas, son personas normales con sus mujeres, sus maridos, sus trabajos, sus hijos y una única idea: derrocar a Franco y volver a España. No lo consiguieron, no, y mientras lo intentaban, muchos se jugaron la vida y la libertad y las perdieron. A veces una, a veces la otra, o las dos a la vez.

Almudena vuelve con acierto sobre un episodio que hasta hoy era desconocido para mí y mucha otra gente, la invasión del Valle de Arán en 1944 por parte del ejército de la Unión Nacional Española, formado por comunistas españoles exiliados en Francia. 4.000 entraron por los Pirineos y fueron tomando diversos pueblos de este valle inaccesible y duro, pillando por sorpresa al régimen que, al tardar en reaccionar, les permitió vivir durante apenas una semana la ilusión de que podían llegar a Madrid. Lo que ocurrió en realidad es que el pueblo les recibió con hostilidad y miedo, por no decir terror; la cúpula del PC dirigido por Dolores Ibárruri no les apoyó y mucho menos los aliados, que bastante tenían con la recta final de la II Guerra Mundial. Solos, desamparados y en una ratonera, los que quedaban de aquellos 4.000 que entraron, emprendieron el viaje de vuelta a Francia para nunca más intentar nada parecido.

Inés y la Alegría puede tener varias cosas reprochables, como cualquier libro, pero las suple con unos personajes muy bien construidos, entrañables, de esos que da pena abandonar cuando se pasa la última página. Además, cuenta con un interesante epílogo en el que la autora explica de forma pormenorizada todos los porqués, aportando la bibliografía utilizada para documentarse- libros como Hasta su total aniquilación, de Fernando Martínez de Baños, o la autobiografía de la hermana del dictador, Pilar Franco- y abriendo la puerta a que el lector continúe la investigación por su cuenta. Se le va la mano con el romanticismo revolucionario, es cierto, y también con las opiniones gratuitas (o no tan gratuitas, que para eso es su novela); pero a cambio ofrece un fresco de lo que fue el Partido Comunista desde los años 40 hasta los 70, con nombres, cargos, fechas... Todo un tratado sobre la historia del PC que, al menos a mí, no me ha dejado indiferente. Y volviendo a la trama de ficción, a lo intrascendente que trasciende la Historia con mayúsculas, os dejo con esta descripción:

"(...) el capitán olía a madera y a tabaco, a clavo y a jabón, por debajo, algo dulce y ácido, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, por encima, algo que picaba en la nariz como una nube de pimienta recién molida." ¿Es o no es para derretirse?




domingo, 28 de agosto de 2011

El exquisito encanto portugués



Existe una papelería en Lisboa a la que todos los mitómanos de la literatura, escritores en ciernes e intelectuales de distinta índole acuden cuando visitan la capital lusa, en busca de un cuaderno azul portugués como el que utilizaba Sidney Orr en la novela de Paul Auster La Noche del Oráculo. Luis Bordalo, propietario de la tienda en cuestión, situada en el Largo do Calhariz, aprovecha el tirón y en su papelería los cuadernos azules de tapa dura y hojas cosidas a mano han desbancado a las Moleskine, por mucho que éstas fueran la libreta predilecta de Ernest Heminway y a pesar de la extensa variedad de tamaños, colores y utilidades generados por la firma italiana de libretas en los últimos años. En la Papelaria do Calhariz, como se hace llamar el establecimiento, el producto estrella son los cuadernos azules portugueses. Y todo gracias a una leyenda creada en torno al escritor de New Jersey, a raíz de un artículo de La Vanguardia, de quien se dice que visita de vez en cuando la papelería para adquirir estos cuadernos como el protagonista de su novela. Por su parte, el propietario de la tienda asegura que, aunque tiene constancia de que Auster visita Lisboa a menudo, nunca le ha visto en su local. Misterios de la mitomanía. Sin embargo, Bordalo ha encargado a la fábrica de los cuadernos que le hagan una edición exclusiva con cuadrícula, similar al de La Noche del Oráculo, y espera venderlo como churros. En las guías su tienda ya se conoce como El Palacio de Papel, nombre de la papelería que aparece en la novela y que en el imaginario de Auster se encuentra en Brooklyn.

Más allá de Paul Auster, la idea de un cuaderno portugués resulta atractiva. Quienes amamos los libros y las libretas, amamos Portugal. Y no sólo porque la decadencia exquisita de sus ciudades imperiales se derrita en nuestro paladar como chocolate belga; si no también porque de Portugal era Saramago, y Saramago es un dios, y no uno cualquiera. Es uno de los que se asientan en los pisos más altos de la pirámide politeísta que rige la religión literaria que muchos profesamos. Por eso, y porque el portugués suena a gloria, me recorre un escalofrío de placer sólo de pensar que en Lisboa hay una papelería que vende los cuadernos azules de Auster, aunque sea una verdad a medias.

Este verano he pisado Portugal por primera vez, y hablando un poquito de portugués (del de verdad, de escuela, no portuñol). Recorrí Oporto como una niña abriendo los regalos de Reyes, con la boca y los ojos muy abiertos, mirándolo todo, leyendo en voz alta todos los carteles de las fachadas como si acabara de aprender a leer. Tirando fotos a diestro y siniestro para crear una colección de edificios decrépitos y balcones descolgándose que no me canso de mirar. Sólo lamento que fuera festivo, porque ninguna de las incontables e irresistibles librerías que pueblan la ciudad estaba abierta. Me imaginé a mí misma entrando en todas, rozando sus estanterías repletas de libros viejos con la llema de los dedos, como la espalda suave de un amante fiel; hablando con los libreros, degustando su cultura. Oporto merece una visita en invierno, cuando la humedad se instale en mis huesos para sólo abandonarme cuando entre en una de esas librerías y el espíritu de Saramago me caliente el alma. Después, me acercaré a Lisboa a por un cuaderno azul portugués y empezaré a escribir en él.