domingo, 17 de octubre de 2010

Nada se pierde, todo se transforma



Hace ya algunos años que le perdí la pista a Jorge Drexler. Su fugaz paso por los Oscar, su giro musical hacia melodías más electrónicas y, en general, su éxito masivo, me hicieron abandonar a un "cantautor" que durante mucho tiempo me tuvo robada el alma. Eran los años 90 y los cantautores habían resurgido en Madrid: Javier Álvarez, Paco Bello, Inma Serrano... todos ellos pasaron de tocar en el Retiro a recorrerse las pequeñas salas de la capital. El Café Libertad era mi segunda casa a mediados de los 90 y así fue como conocí a Jorge Drexler. Muy joven, tímido y poco hablador era aquel uruguayo que me susurraba al oído desde los auriculares de mi walkman, porque hace tanto tiempo de esto que entonces yo sólo tenía sus dos primeros discos grabados en cinta.
Nada que ver con el Jorge Drexler que tuve el placer de disfrutar el viernes pasado en el Palau de la Música de Valencia. De repente, el cantautor se había convertido en un excelente maestro de ceremonias que hacía bromas continuas al público entre canción y canción, y se ganaba nuestra complicidad haciéndonos participar de mil maneras: dando palmas, haciendo coros e incluso iluminando la sala con las pantallas de nuestros teléfonos móviles para acompañar su tema Noctilucas. Sencillamente, me quedé prendada de él, de su voz y de los músicos que llevaba, buenísimos y divertidísimos. Tanto que daban ganas de irse de fiesta con ellos al acabar el concierto. Verdaderamente un lujo. Lo único que lamento es que no tocase 730 días y alguna que otra canción más de las que me robaron mi corazón de post-adolescente. Y que hubiera tanta gente en el concierto, porque siempre da mucha rabia cuando algo que te gusta sólo a ti, lo acaba conociendo todo el mundo.